El maestro Jedi


Me gustaría desarrollar uno de los aspectos fundamentales que surgen de la problemática expuesta en mi primer texto para que se dé el libre fluir de la inspiración. En mi primer texto hacía mención a una realidad en la que la experiencia me ha hecho creer, esto es, que la inspiración no depende de adquirir cosas, sino de desprenderse de cosas.

A este respecto establecía una analogía entre esas cosas de las que hemos de desprendernos, y la imagen del enemigo infiltrado, el Caballo de Troya. Expuse cómo lo que entendemos como "estar inspirado" es lo mismo que decir "presenciar" de una manera semiconsciente un tránsito de ideas, o información, que se da de continuo entre nuestra parte más sutil y nuestra parte mental. Un tránsito, como digo, continuo, pero que somos capaces de presenciar en la medida que hemos logrado hacer desaparecer los obstáculos que entorpecen la vista, es decir, el Caballo de Troya.

Sobre el Caballo de Troya habría mucho que decir, pero en este momento entrar en definir su naturaleza (totalmente psíquica) sería desviarme de lo que quiero explicar.

Quiero hablar de Yoda, el maestro Jedi, mentor de Luke Skywalker. También quiero, a colación, hablar de un libro de Huxley, que en su momento me paso Irim, La Isla, con sus loros bien entrenados que pronunciaban las palabras "¡Aquí y ahora!", y también quiero hablar de la sentencia latina Age Quod Agis, que da título a una escultura que hice, en relación con el "Nunc Aeternum" cristiano, alguna frase de Buda y alguna otra Zen.

La escena en la que se presenta la graciosamente grandiosa marioneta conocida por Yoda, maestro Jedi, y que entraña en sí el nivel de sabiduría de mayor voltaje que podamos imaginar, viene a ser así: Luke ha ido al planeta en cuestión a buscar a un maestro guerrero, un ser poderoso y aguerrido que le enseñará el camino del Jedi. Al llegar se estrella, quema naves, podríamos decir. No tiene comunicación con el exterior, ni manera de sacar su nave del fango en el que se ha empotrado. Por si eso fuera poco, el planeta al que ha ido a parar es una jungla húmeda y sofocante, a modo de matriz, en la que parece no haber ni tan siquiera un terreno sólido en el que posar el pie. Sumido en el lamento de sus penosas circunstancias, Luke presencia, para su mayor congoja, cómo hace su aparición en escena lo que para él en ese momento no es otra cosa que un diminuto vagabundo-freak vestidillo con harapos y medio loco: Yoda.

Yoda lo enreda todo, en realidad se burla de todo ese batiburrillo de inutilidades que Luke arrastra consigo. Revuelve aquí, desmonta allá... incluso prueba la comida de Luke y la escupe con asco. Claramente no se alimentan de las mismas cosas.

Luke entra, por fin, en la desesperación, toca fondo, podríamos decir. Presa de un hastío cósmico viene a decir "¡Pero qué coño hago yo aquí!".

Es entonces cuando Yoda, con una voz que no es sólo sonido dice "no puedo hacerme cargo de él, nunca está aquí, siempre está en otro sitio". Se oye retumbar una voz en off, la de Obi-Wan Kenobi, que dice "¿No era así yo de joven?". Es entonces cuando Luke, indeciblemente abrumado, accede a la conciencia de que el pequeño individuo que tiene frente así es en realidad un gigantesco Maestro de la Orden Jedi, su Maestro.

Casi todo el entrenamiento que Yoda desarrolla en Luke se orienta a restaurar su conciencia del aquí y ahora.

Existe una famosa máxima Zen de Taisen Deshimaru "la eternidad se actualiza en el ahora y aquí de cada acción". Ese sentimiento de eternidad, que tan querido le es a todas las doctrinas místicas del ser humano, en ortodoxia se comprende como ingresar definitivamente en la eternidad, ser inmortal. Es el "Nunc Aeternum", el eterno ahora, o dicho de otro modo por Jesús en el Evangelio, reivindicando de manera taxativa el momento presente "El tiempo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca", o dicho por Buda "El ser despierto es el que vive el presente con autenticidad". Es también el "Haz lo que hagas", o "Age Quod Agis", en latín.

Recuerdo también, y entrando en las artes marciales como metáfora de la acción auténtica, una máxima de un antiguo Maestro de Karate, tal vez Gichin Funakoshy, que decía, frente a un combate "el principiante piensa qué va a hacer, el iniciado qué está haciendo, el Maestro qué ha hecho" (a este respecto todos pudimos ver, en la película "El último samurái", con Tom Cruise, cómo el personaje que éste encarna se enfrenta a cuatro o cinco matones samuráis en una pelea callejera. Es después de vencerlos a todos cuando recuerda lo que ha hecho, en un flash-back. Algo sabía el guionista de esta máxima).

La mente ejerce, como todo elemento residual que se precie, un peso muerto, por lo que tarde o temprano vuelve a aparecer en lontananza. Puede que lo haga por esta razón, o porque sencillamente ocupa un espacio que ha quedado vacío al retroceder el estado aquí y ahora, y puede que ese retroceso se dé porque, salvo para personas muy avanzadas, salvo para los verdaderos místicos, el aquí y ahora es calcinante, o helador, según las altas cumbres nietzscheanas y, o se encomienda ya toda la vida a gestionar tal flujo de energía, o se accede a él a intervalos, como es nuestro caso.
El Caballo de Troya, el enemigo infiltrado, tiene la virtud de arrancarnos, con su agobiante y vertiginoso discurso, del aquí y ahora. Y ese aquí y ahora es circunstancia sino qua non para que se dé el libre fluir de la inspiración.

Esos momentos que identificamos como inspirados son momentos en los que estamos totalmente inmersos, sin paliativos, sin perturbaciones, ni prisas, ni sosiegos, ni miedos ni penas, ni alegrías ni discursos, en el aquí y ahora, en la eternidad, que diría un cristiano ortodoxo. Porque si algo parece estar claro es que el ser humano siempre ha llevado consigo la conciencia de la importancia suprema de la inspiración, que para el místico es una misma cosa con la iluminación, la comprensión, el conocimiento absoluto. Y en su búsqueda anda el ser humano desde sus orígenes, puesto que, imbricado con este misterio, se halla el misterio de la muerte. Y no hay mayor antídoto para la muerte que la eternidad.

El arte, como expresión de ese estado atemporal y ajeno al espacio, es entonces un modo de desprenderse de las tiranteces propias de la esfera externa al aquí y ahora e ingresar de cabeza en esa ingravidez reparadora y acunante de la eternidad. Porque la eternidad nos resulta familiar. No la abarcamos con la mente, desde luego, pero tenemos algo que se podría parecer a un recuerdo. Y es la añoranza de esa ingravidez lo que nos empuja a esforzarnos por entrar ahí, en ese espacio que nos proporciona el trabajar inspirados, en un conocimiento que no es tal, sino ausencia de desconocimiento, en ese no desacertar tan sorprendente que corona nuestro esfuerzo cuando al fin accedemos a la inspiración. Y estoy persuadido de que el espectador de arte, el que completa el círculo, y sin el cual el arte no se da, accede al arte para presenciar y experimentar esa certidumbre, ese recuerdo en el que el desconocimiento no existe.

Si lo que intento es dar respuesta al porqué del carácter fortuito que siempre se ha relacionado con la inspiración y a cuál ha de ser el camino para estar más inspirado, siento que he de entrar ineludiblemente en este camino de sinceridad conmigo mismo.

Jordi Díez, escultor diletante


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vamos ! Comenta este texto ...